He comenzado el año oxigenándome en medio de la tranquilidad del Pirineo navarro en el Valle del Roncal. Han sido unos días de sosiego en los que la climatología ha acompañado con unos cielos despejados, tanto de día como de noche, y unas temperaturas que rondaban los ocho grados bajo cero a primera hora de la mañana. He podido disfrutar de unos cielos azules con un aire limpio que permitía ver con nitidez los contornos de las cimas de los montes y, como el sol está bajo, mostraba unos contrastes de sombras y contraluces que, en el caso del Atxar de Alano visto desde Tatxeras, les daba una perspectiva especial y una mayor grandiosidad. Las bajas temperaturas mantenían la nieve helada lo que permitía dar largos paseos sin hundirse y llegar a zonas donde con nieve más blanda sería imposible llegar sin raquetas o esquís.
Por la noche, desde la puerta del refugio y libres de la contaminación lumínica, contemplar el cielo azúl oscuro totalmente estrellado era un espectáculo impagable que aportaba calma, ayudaba a la reflexión y sereneba el alma. La verdad es que no tengo conocimientos de astronomía y eso me ha privado -salvo las más conocidas- de poder identificar los grupos de estrellas y constelaciones; cuantas cosas interesantes no sabemos y no tendremos tiempo de saber; siempre que tengo la oportunidad de contemplar esos inmensos cielos estrellados me quedo con las ganas de poder conocer más, los deseos de leer y profundizar, sabiendo que el día a día los va a dejar en sólo deseos.
También he disfrutado de la hospitalidad roncalesa que te acoje con ese Onki Xin de bienvenida en el euskalki del valle y que tiene múltiples manifestaciones. Yo he vuelto a disfrutar de la compañía y conversación de mi amigo Mariano, que es un compendio de sabiduría popular y de memoria histórica de Isaba. Compartiendo unas maravillosas migas, que él hace como nadie, he conocido historias y sucedidos que van desde el cuaderno de escuela de un chaval en 1840, o aquella sorpresa que causaron en el valle aquellos trabajadores forestales a los que llamaban los vascos, porque hablaban en euskera, y luego resulta que eran de Sunbilla, pasando por la cabalgata de reyes que se sigue organizando hoy en día, hasta la situación actual del valle que lucha por mantener un mínimo de población que le permita sobrevivir. Cuanto se aprende en estas sencillas y amigables tertulias en las que el sentido común, una aguda inteligencia y la bonhomía te acercan con sencillez a la realidad que desconocen tantas gentes que piensan que son sabios.
El último día cambiamos de valle y después de un paseo por los alrededores del refugio de Belagoa y Eskilzarra volvimos a Gasteiz donde nos hemos vuelto a encontrar con la nieve.
Pero el encuentro con la dura realidad ha venido a través de una película que me han invitado a ver: «Oh Jerusalén». De pronto se ha vuelto a hacer presente la tragedia palestina de estas últimas semanas, la irracionalidad de la violencia, el peligro del odio. Y al mismo tiempo han surgido los paralelismos -desde las diferencias- con nuestro País. Allí como aquí los problemas no estan fuera, estan dentro de las propias comunidades nacionales que tienden a desangrarse en disputas y luchas internas. Volviendo a nuestro País pensaba que el problema no está ni en Paris ni en Madrid, esta dentro de la propia socieda vasca: tanto por parte de quienes sometidos a la estrategia de la violencia se convierten en los mejores aliados del inmovilismo del estado, como por parte de quienes presos de intereses y negocios huyen de la confrontación democrática -y por tanto pacífica- que es la única que puede romper ese inmovilismo. La desazón que me ha provocado la película se ha calmado con una de las últimas frases, cuando una voz afirma que «a pesar de todo el sufrimiento debemos esperar que la semilla de la paz germine». Esta apelación a la esperanza ha sido un bálsamo que ha calmado la desazón, pero también ha hecho surgir la inquietud pues es una interpelación que nos demanda compromisos para hacer real esa esperanza